¿Y si el problema no es que no quieran aprender?
Reflexiones sobre motivación, contexto y responsabilidad docente
Circula por ahí una frase que dice:
“Maestros, no todos los alumnos quieren aprender, y no es su culpa. No se frustren ni se desgasten intentando salvar a quien no quiere ser salvado. Enseñen con excelencia, pero sin perder la paz.”
A primera vista, suena sensata. Invita a cuidar la salud mental del docente, algo absolutamente necesario en un entorno donde el agotamiento y el abandono emocional son comunes. Pero también transmite una idea que merece revisarse con cuidado: que hay estudiantes que simplemente no quieren aprender. Y que por tanto, no vale la pena invertir energía en ellos.
Personalmente, estoy en desacuerdo. Rara vez me he encontrado con alguien que no tenga, en algún rincón de su vida, el deseo de aprender. Lo que sí he encontrado muchas veces son contextos personales difíciles, entornos educativos poco empáticos, métodos que no funcionan para todos, y sistemas que castigan más de lo que acompañan. La falta de motivación rara vez nace del vacío, suele ser una consecuencia.
Cuando asumimos que un estudiante “no quiere aprender”, corremos el riesgo de renunciar a la responsabilidad de buscar causas más profundas. Y eso, en educación, es una línea peligrosa. Porque enseñar no se trata de seleccionar a quién vale la pena enseñar y a quién no. Se trata de construir condiciones para que el aprendizaje ocurra —y eso implica ver, escuchar y adaptar.
La UNESCO, en su documento Replantear la educación: ¿Hacia un bien común mundial? (2015), señala que cada estudiante aprende de manera distinta, y que los sistemas educativos deben estar diseñados para responder a esa diversidad. No basta con “enseñar bien”: hay que enseñar de forma significativa, tomando en cuenta los conocimientos previos, las necesidades y los estilos de aprendizaje de cada persona. Lo que funciona para unos puede no funcionar para otros. Y eso no es un defecto del alumno, es un llamado a repensar nuestras estrategias.
Autores como David Ausubel han defendido esta idea desde hace décadas. Su teoría del aprendizaje significativo nos recuerda que los nuevos contenidos solo pueden ser aprendidos cuando se relacionan con algo que el alumno ya sabe. Si un estudiante no muestra interés o no comprende, tal vez el problema no esté en él, sino en el punto de partida que elegimos para nuestra enseñanza. Si hablamos desde un lugar al que él no tiene acceso, ¿cómo esperamos que responda?
Por su parte, John Dewey, uno de los pensadores educativos más influyentes del siglo XX, proponía el learning by doing —aprender haciendo—, y subrayaba la importancia de conectar el aprendizaje con la experiencia real del estudiante. Para Dewey, la escuela no debía ser una preparación para la vida: debía ser la vida misma. Una vida con sentido, con participación, con voz. En la misma línea, Paulo Freire nos invitaba a reconocer al alumno como sujeto activo de su aprendizaje. Enseñar, para Freire, no era un acto de transmisión sino un acto de diálogo, de reconocimiento mutuo y de transformación compartida.
Entonces, ¿qué hacemos con ese mensaje que dice “no todos quieren ser salvados”? Quizás el error está en pensar que los docentes somos salvadores. No lo somos. No deberíamos serlo. Nuestra tarea no es rescatar a nadie desde arriba, sino construir puentes. Acompañar. Crear espacios seguros, retadores, dignos, donde el aprendizaje sea posible para todos. Incluso —y sobre todo— para quienes parecen más lejanos.
Ahora bien, esto no significa que el docente deba desgastarse hasta el límite o asumir culpas que no le corresponden. Nadie puede enseñar bien desde el agotamiento, y mucho menos desde la frustración constante. Cuidar nuestra paz como docentes es fundamental. Pero esa paz no se logra renunciando a los estudiantes que más nos necesitan. Se logra con estructuras escolares que apoyen de verdad, con comunidades que compartan la tarea educativa, con políticas públicas que reconozcan la complejidad de enseñar.
La verdadera enseñanza no es neutra. Implica elegir. Implica decidir que vamos a seguir creyendo en las personas, incluso cuando están desconectadas, enojadas, silenciosas o aparentemente apáticas.
Quizás no se trata de “salvar” a nadie. Se trata de reconocer al otro como alguien que también puede y quiere aprender, aunque aún no lo sepa o no lo diga en los términos que esperamos.
Así que sí, enseñemos con excelencia, cuidemos nuestra paz, pero sin juzgar, sin rendirse, y con la certeza de que aún vale la pena intentarlo.